El caso de Daniel Álvarez describe muy bien la situación de los galgos
en España. Hace unos ochos años, en un peaje de la carretera de Burgos,
recogió a una galga abandonada, famélica: “estaba hecha un saco de
huesos y con lo que parecía un tiro en la pierna, seccionando el telón
de Aquiles. Más adelante encontramos varios perdigones bajo su piel”,
dice Álvarez. La bautizó como Audrey y trató de adoptarla, pero llevaba
un chip: “el chip indicaba que pertenecía a un cazador navarro que no
mostró ningún interés ni sorpresa al saber que habían hallado a su
perra”, explica Álvarez. Audrey fue trasladada a la perrera, que no
facilitó su adopción, hasta que, tras mucha insistencia y algún rifi
rafes con la institución (y también de pagar un pequeño soborno: una
caja de bombones), Daniel consiguió llevarse a Audrey a casa. Hará unos
cinco años la historia se repitió en Toledo. Daniel se encontró a otra
perra, también famélica y abandonada, a la que bautizó como Lost. La
mala suerte (y la ineptitud) hizo que tras una negligencia veterinaria
(le dejaron unas gasas dentro de la pata después de una operación y no
se dieron cuenta hasta después de abrirla ocho veces más) a Lost le
tuvieran que amputar una pierna. “Lo bueno de los animales”, cuenta
Álvarez, “es que no les cuesta tanto salir adelante, no le dan tanto a
la cabeza y se adaptan a la nueva situación”. Ahora Daniel se pasea por
Madrid con su galga de tres patas que, aunque coja, ha sobrevivido
felizmente al abandono.
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